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FACILITANDO EL CAMBIO EMOCIONAL EN TERAPIA FAMILIAR Y DE PAREJA

LA TÉCNICA DE ACOMPASAR Y GUIAR

Un impasse emocional en terapia

– No, yo no me quiero disculpar.

Se hace un incómodo silencio. La ex-esposa, con su bebé en brazos, mira con sorpresa e indignación a su ex-marido (a quien llamaremos Pedro), que acaba de responder así a una invitación del terapeuta a disculparse con ella por sus errores pasados. Momentáneamente desorientado, el terapeuta no sabe reencaminar la terapia hacia el objetivo que ambos manifestaron al inicio: dejar atrás sus peleas y desarrollar una saludable relación post-conyugal como padres de la bebé. La intensidad y negatividad de Pedro le plantean un desafío prima facie inexorable.

La ausencia de técnicas específicas para trabajar la emoción en terapia familiar

Esteban LasoSituaciones como ésta se presentan a menudo en la práctica de los y las terapeutas familiares o de pareja sin que sepamos manejarlas apropiadamente; lo cual es natural, dada la ausencia de teorización sistémica sobre las emociones o de técnicas específicas para abordarlas y canalizarlas. El resultado es que, por regla general, las manifestaciones emocionales de la familia o la pareja en sesión se desaprovechan, sea porque el terapeuta, en su afán de no empeorar las cosas, cambia de tema más o menos sutilmente, sea porque en su intento de resolverlas o modificarlas termina intensificándolas desordenada y desproporcionadamente.

Por ejemplo, en este caso, el terapeuta podría elucidar la pauta problemática (“cuando él responde así ¿cómo reaccionas tú?”, etc.), hacer preguntas circulares (“y ¿qué opina tu madre de que a él le cueste disculparse?”) o estúpidas (“¿por lo general no te disculpas, o es sólo en este caso?”), o prescribir el síntoma paradójicamente (“pensándolo bien, quizá es mejor que no te disculpes… perderías tu poder en la familia y eso no sería nada bueno”, etc); intervenciones todas que son, en definitiva, cambiar de tema. O podría tratar de reestructurar la interacción (“dilo directamente a tu ex-esposa”) e intensificar el conflicto (“respóndele, no te dejes distraer por tu hija…”), lo cual podría desembocar en un armisticio pero conduciría con mucha más probabilidad a empeorarlo y acrecentar el mutuo resentimiento.

Terapia familiar en clave emocional

Pensamiento SistémicoHe abordado en el libro “Pensamiento Sistémico” los requisitos que debe cumplir la intervención para ser emocionalmente eficaz, incluyendo los pasos que el terapeuta debe facilitar. Asimismo, he tocado en otro lugar la forma específica de “resonancia” a la que debe prestar atención para orientar su trabajo, que he definido como “resonancia emocional activa, continua y consciente”; y finalmente, la relación entre esta teoría y los clásicos cinco axiomas de la comunicación humana. El lector puede consultar los enlaces para más información.

En este texto me gustaría describir la técnica fundamental para hacer trabajo con emociones en terapia familiar y de pareja: acompasar y guiar (en inglés, pacing and leading). Tomo el término de la programación neurolingüística (que lo toma, a su vez, de Milton Erickson) dándole un giro conversacional-experiencial. En PNL el “acompasar y guiar” es la técnica de persuasión más básica: el interventor debe “emparejarse” con la postura del cliente, creando rapport antes de llevarlo en la dirección que le interesa. “Emparejarse” puede ir desde imitar el ritmo respiratorio, los gestos o movimientos, el tono de voz o la “modalidad” (kinestésica, visual, auditiva…) del cliente hasta repetir su última frase o proponerle una verdad de perogrullo a la que no pueda negarse (“usted quiere mejorar, ¿correcto?”); “guiar” es cambiar su estado mental o emocional (idealmente, de acuerdo con el cliente) proponiendo una pauta en la esperanza de que el cliente la siga. Se supone que al “emparejarse” el terapeuta crea en el paciente un patrón de aceptación (yes set) que luego va extendiendo, sugiriendo pasos pequeños y progresivos en una dirección novedosa; y que, por alguna suerte de “contagio”, el paciente se sentirá arrastrado a seguirlo.

Creo que con esta descripción los teóricos de PNL han identificado un fenómeno crucial en los procesos de facilitación del cambio; pero también que este hallazgo se ve un poco empañado por su enfoque instrumentalista, que tiende a definir la terapia como algo que el terapeuta hace con/sobre/al paciente (no como una experimentación en la que ambos colaboran para cartografiar la experiencia de éste, que es mi metáfora preferida) y la técnica como la generadora del cambio (en vez de la sonda que señala tanto al paciente como al terapeuta cuáles son los obstáculos para el cambio, que es el modo en que yo la concibo).

Los dos principios fundamentales del cambio emocional

Este instrumentalismo suele conducir a la que es mi principal objeción: que el terapeuta, sin darse cuenta, intenta modificar directamente las emociones del consultante, moverlas hacia “el terreno positivo” o “las metas deseables”, bajo la creencia de que si ha logrado “juntarse” (joining) lo suficiente con el “ritmo” o la “energía” de este logrará “jalarlo” casi magnéticamente (esto es, persuadirlo) hacia donde él prefiera.

Me parece que esta versión del pacing and leading linda con el pensamiento mágico; hasta donde sé, no hay evidencia empírica que la apoye. Pero además ignora el segundo principio fundamental del cambio emocional: el terapeuta no puede mover al paciente en una dirección que no esté ya presente en el trasfondo de su experiencia (si bien en ciernes). O, metafóricamente: no puedes encaminarte hacia un lugar que no puedes ver (o, al menos, vislumbrar).

Y ¿cuál es el primer principio fundamental del cambio emocional? La contraparte del anterior: no puedes dirigirte hacia un lugar distinto (y mejor) sin primero comprender dónde estás.

Cualquier terapeuta que quiera facilitar el cambio emocional en sus consultantes debe respetar estos principios. Y resulta que, como expongo acto seguido, el acompasar y guiar son su más pura encarnación.

Acompasar: reconocer dónde estás

Acompasar no es sólo ponerse en armonía con el consultante, empatizar con él, sintonizar con su ritmo o su estado emocional. Es ante todo ofrecerle constantes puntos de apoyo para que tenga dónde pisar mientras avanza a tientas, desplegando y reconociendo su experiencia emocional en su discurso. Un asentimiento, un “ajá” o completar la frase del paciente, pasando por la paráfrasis (“de modo que hoy te has sentido muy triste”) o el resumen (“entonces cuando tú te irritas te quedas callado y tu hijo reacciona haciendo berrinches”), hasta dar nombre o metaforizar el estado emocional en que se encuentra el consultante sin saberlo del todo (“…y debajo de esta ira hay una cierta tristeza”, “como si estuvieras empujando una pared que no se mueve”), son otras tantas formas de acompasar.

Algunas de estas intervenciones (“ajá”, asentir…) son sutiles, casi imperceptibles; tomando una metáfora musical, podemos llamarlas “apoyaturas” ya que se intercalan antes de la nota o tema principal para “preparar” el cambio de manera gradual. Otras (dar nombre, metaforizar, resumir…) son más conspicuas, van un poco más allá del estado actual del consultante y se encuentran por tanto a medio camino entre acompasar y guiar, por lo que deben erigirse sobre una secuencia de apoyaturas.

Sin embargo, todas tienen la misma función. Contra lo que solemos creer, no somos inmediata ni automáticamente conscientes de nuestros estados emocionales. En el mejor de los casos, necesitamos explicárnoslos a nosotros mismos vertiéndolos a nuestro diálogo interno (que es el sustrato de la autoconsciencia); en el peor, cuando no hemos aprendido a hacerlo correctamente, obramos bajo el imperio de emociones que no alcanzamos a comprender y que cambian demasiado rápidamente para aferrarlas, como un lago a medio congelar que se quiebra cuando intentamos cruzarlo.

Precisamente esa es la utilidad de acompasar: estabilizar el estado mental presente para poderlo aprehender, integrar, consumar (proceso que explico en este artículo) y, eventualmente, abandonar. Colocar un puente sobre el lago de la experiencia para atravesarlo sin que se rompa. O en términos técnicos: aumentar la autoconsciencia inmediata de la persona acerca de sus propias emociones permitiéndole apropiarse de ellas y trascenderlas en pos de su consumación (es decir, la satisfacción de su necesidad subyacente).

Volviendo a la variedad de formas de acompasar antes reseñada, también todas transmiten los mismos mensajes al consultante. Por un lado, el interpersonal “yo te comprendo” que fortalece la alianza; por otro, y más importante, el ontológico “…y lo que te ocurre es comprensible, humano, tiene sentido”, que estabiliza la frágil y cambiante experiencia del consultante.

En definitiva, acompasar encarna el primer principio del cambio emocional: ayuda al consultante a saber dónde se encuentra antes de avanzar.

Guiar: vislumbrar a dónde te has de dirigir

Por su parte, guiar no consiste en sacar cuanto antes a los consultantes de su estado de negatividad o conflicto actual, en aplicar connotaciones positivas, externalizaciones, reencuadres o lenguaje de soluciones o posibilidades para moverlos a un “discurso no saturado del problema” o una “epistemología circular”. Consiste en hacer todo eso y más sólo hacia algo que se encuentre en los márgenes de su experiencia en ese preciso momento, no hacia el estado final; pues, por muy consensuado que haya sido éste con la familia, nunca podrán alcanzarlo a menos que lo vislumbren desde donde se encuentran aquí y ahora. Requiere, por tanto, un terapeuta capaz de atender a los márgenes de su propia experiencia qua reflejo de los procesos incipientes en la experiencia de los consultantes mientras sostiene la conversación. Esta destreza, que es la resonancia empática propiamente dicha, está ausente, por desgracia, tanto en la teoría como en la gran mayoría de formaciones sistémicas al uso; pero los grandes terapeutas la dominan intuitivamente, como lo muestra esta viñeta de Juan Luis Linares:

La familia Martínez está compuesta por el padre y la madre, en torno a la cuarentena, y cuatro hijos de veinte a trece años. El motivo de la derivación a terapia familiar es la violencia física que el padre ejerce sobre los hijos, a los que ha venido maltratando sucesivamente por orden de edad. La víctima actual es Carlos, el tercero, único varón de quince años. Durante la primera sesión se pone de manifiesto una situación compleja: el padre y la madre, de aspecto cuidado y atractivo, compiten duramente entre sí, sin disimular demasiado, por otra parte, que existe entre ellos un juego de seducción y atracción intensamente sensual. Sin embargo, el discurso explícito de la madre es muy crítico para con su marido y defensivo y protector para con los hijos. Estimulado por esta farsa, Carlos inicia un ataque al padre, al que acusa de dictador intentando ridiculizarlo ante todos mientras la madre, risueña, observa a su marido de reojo
El terapeuta experimenta primero un vago malestar, que va cediendo la plaza a una sorda indignación a medida que el juego relacional va definiéndose y cobrando significado. Finalmente, interviene interrumpiendo al chico: -“Carlos, ¿no te das cuenta de que así es como acabas siempre cobrando? Tu padre y tu madre discuten y tú te crees que eso te da derecho a intervenir atacando a tu padre. Claro, como tu madre te está defendiendo con sus palabras… Pero si pudieras controlarte un poco y mirarle a la cara, verías que, en esos momentos, ella sólo tiene ojos para tu padre. Por eso eres tú el que termina recibiendo la paliza, mientras que ellos se reconcilian al final…”

El “vago malestar” y la “sorda indignación” son las respuestas emocionales recíprocas del terapeuta a las emociones ocultas en los márgenes de la relación de pareja, centrada en apariencia en el problema entre padre e hijo; Linares los aprovecha magistralmente como cuñas para orientar el diálogo, y por ende las consciencias de todos, hacia éstas y sus concomitantes necesidades básicas insatisfechas.

Así como todos los modelos y terapeutas exitosos acompasan de una manera u otra, todos guían. Por ejemplo, cuando los terapeutas centrados en posibilidades emplean exitosamente la pregunta milagro, los consultantes comienzan a imaginar el estado de bienestar o salud al que quieren llegar; y al empezar a vislumbrarlo en su propia experiencia se vuelven capaces de navegar hacia él. Lo mismo pasa cuando los narrativos indagan y amplían las excepciones al problema (o los “desenlaces inesperados”).

Pero la pregunta milagro, la búsqueda de excepciones y cualquier otra técnica funcionan sólo cuando son experienciales, es decir, cuando suscitan en los consultantes una experiencia vital, emocional, corpórea, que se siente real; y para eso deben venir “desde dentro” de su repertorio experiencial. No se puede hacer que una persona experimente algo que está fuera de su horizonte experiencial actual. El terapeuta no instala en las personas algo de lo que carecen; evoca en ellas algo que tienen sin saberlo del todo y lo hace crecer y afianzarse.

La aplicación de este principio al caso particular del trabajo con emociones es que el terapeuta debe siempre guiar a los consultantes hacia la necesidad relacional insatisfecha que subyace a toda emoción primaria y que palpita en el trasfondo de su vivencia. He descrito en otra parte el camino a seguir: de la acción o el pensamiento a la emoción secundaria, de ésta a la primaria, de ésta a la necesidad relacional subyacente y de ésta a una redefinición de la relación que haga honor a las necesidades insatisfechas. Pero cada paso debe darse sólo cuando ya está presente en el horizonte experiencial del consultante; de lo contrario, la emoción se acentúa en vez de transformarse, ya que se ha ignorado su mensaje. De ahí que ignorar, desplazar, reprimir o controlar una emoción sólo la acreciente, sea que lo intente el terapeuta o la misma persona: por la sencilla razón de que la emoción sirve para asegurar la satisfacción de una necesidad básica e ignorarla sólo puede exacerbar dicha necesidad.

En resumen: guiar encarna el segundo principio del cambio haciendo crecer mediante la atención y el diálogo los recursos o necesidades que ya existen en las porciones ignoradas de su experiencia.

La regla de oro: no guiar sin haber acompasado

Los dos principios son interdependientes, como refleja la regla que los vincula: nunca guiar sin antes acompasar alternando varias apoyaturas con una o dos guías. Para internarse en el escabroso terreno de sus vivencias no identificadas las personas necesitan sentirse seguras y estables; y una vez que se han atrevido, que intentan verbalizar o simbolizar su experiencia, necesitan cristalizarla al menos un poco para, apoyándose en ella, dejarla atrás. El diálogo facilitador del cambio es, por ende, un zigzag entre acompasar y guiar, entre apoyaturas y sugerencias o invitaciones.

Trabajar en clave emocional significa aplicar esta regla al pie de la letra alternando las intervenciones clásicas de la terapia familiar con la discusión sobre sus efectos en la experiencia de las personas. Así, el terapeuta puede proponer un cambio de silla o una intensificación à la Minuchin, una externalización o responsabilización à la White o incluso una connotación positiva paradójica selviniana, para luego preguntar a los involucrados “¿cómo te encuentras en ese otro sitio?”, “¿qué ocurre en ti cuando ella te reclama?”, “¿cómo cambia tu experiencia del problema al ponerle un nombre?” o “lo que les acabo de sugerir puede parecer absurdo… ¿qué les sucedió al escucharlo?” De este modo brinda a la familia una oportunidad para dar sentido a los cambios experienciales suscitados por la técnica amplificándolos mediante la atención y el diálogo, lo que acrecienta a la larga su auto-consciencia relacional.

Asimismo, significa construir siempre los reencuadres según la pauta “apoyatura-más-reencuadre”, como en esta viñeta donde Braulio Montalvo reformula magistralmente la crítica y resistencia del padre declarando: “puedo ver con claridad que es usted un hombre muy fuerte, con ideas igual de fuertes. Me pregunto si tendrá la fortaleza suficiente para escuchar lo que su mujer tiene que decir acerca de este problema”.

Y significa, ante todo, invitar a los consultantes a atender a las partes no desplegadas de su experiencia, no a las ideas del terapeuta; el cual, a su vez, debe tomar como brújula su propia resonancia empática y no sus ocurrencias, por brillantes que sean.

Concluyo ilustrándolo en el ejemplo con que iniciaba este texto.

El impasse, resuelto

Terapeuta: Ya veo… Estás molesto.
Pedro: No, ya no [hace un gesto con la mano y agacha la cabeza].

El terapeuta ha intuido la tristeza primaria oculta bajo la ira secundaria y defensiva de Pedro y orienta sus intervenciones en esa dirección guiando sutilmente:

T: ¿”Ya” no? Porque… Ah. Esperabas otra cosa, ¿no?
P [bajando la voz]: No, pues ya no, ahorita ya me quedó claro que ya ella… muy lo de ella…

Aunque lo niegue explícitamente, el lenguaje no verbal del hombre traiciona su tristeza subyacente, confirmando la hipótesis del terapeuta, que pasa a acompasar explicitando dicha tristeza:

T [acercándose a M y bajando la voz]: Claro, esperabas otra cosa y ahora que ves que ella no quiere volver, te ha dolido y te defrauda.
P: Exactamente [se le humedecen los ojos].

La aceptación de Pedro mueve al terapeuta a proponer una nueva guía:

T: …y a lo mejor tu actitud de no querer disculparte nace de ese dolor…
P [pensativo]: Pues sí. Pero todo con el tiempo se olvida.

…La cual suscita de nuevo una respuesta defensiva, si bien menos extrema que la anterior. El terapeuta concluye haciendo un resumen que intercala apoyaturas con guías y concluye con una velada prescripción de reparación:

T: Bueno, no necesariamente. Justo esa idea de “todo pasa con el tiempo” es lo que les trae aquí, porque no hablaron y asumieron las cosas en su momento. Para que las cosas se olviden primero se tienen que asumir. [Mirando a ambos] Puede sonar extraño, pero hemos conseguido aclarar cómo están cada uno con el otro de lo que sienten y eso es un avance, yo sé que para ti [a Pedro] puede ser muy difícil admitir esto, porque te pone en una posición vulnerable. [Pedro se enjuga las lágrimas.] Quiero decirte que valoramos mucho lo que pudiste hacer: poder asumir y expresar claramente lo que realmente sentías, lo que te dolía y lo que querías, es una tarea difícil para cualquiera. El hecho de que pudieras conmoverte y dejarte llorar un momento, habla muy bien de ti; habla de que estás dispuesto a mover cosas que hasta ahora han sido un obstáculo. Habla de que tal vez más adelante, cuando lo sientas así, puedas ofrecer disculpas.