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“Me imagino lo que siente”: qué es y qué no es la empatía.

por Esteban Laso

La empatía es una constante en los procesos contemporáneos de formación de terapeutas. Se insiste todo el tiempo en que deben “ser empáticos”, “ponerse en el lugar del paciente”, “reflejar sus sentimientos”… Se los reconviene si no lo hacen. A veces se les enseñan técnicas que, supuestamente, la favorecen; frases hechas como “debe ser duro para ti”, “me imagino lo que debes estar sintiendo”, “debes sentirte muy mal”.

El énfasis es sin duda apropiado: la investigación ha demostrado que la empatía es requisito indispensable para una alianza terapéutica exitosa y que los terapeutas que la demuestran son mejor valorados y más escuchados por sus clientes. Pero la definición es con frecuencia incorrecta –lo que conduce a un extravío en la enseñanza y la práctica. Pues ser empático no es “ponerse en la piel del otro” ni “compartir sus sentimientos”. Es una destreza mucho más compleja, potente –y mejorable.

Rogers: el pionero y su involuntaria confusión
No es extraño que se dé este malentendido; lo propició el mismo pionero de la empatía en psicoterapia, Carl Rogers, que da varias definiciones de ésta, cada vez más sofisticadas, a lo largo de su carrera. La más importante y recurrente hace uso de la metáfora –el tentáculo que extiende el lenguaje cuando busca palpar un territorio nuevo y desconocido: “entrar en el mundo perceptivo privado del otro volviéndolo familiar para nosotros”. Esta metáfora del “habitar”, tan fructífera, transmite algo de la “atmósfera” empática –pero poco de sus especificidades; es útil para insinuar sus efectos, no para propiciarla, estudiarla o aprenderla.

Pero cuando Rogers trata de precisarla diciendo “es vivir temporalmente la vida del otro, moviéndose en ella con delicadeza y sin hacer juicios de valor” contribuye, involuntariamente, a la infinidad de malentendidos que empañan el concepto y dificultan inmensamente la enseñanza y práctica de la psicoterapia hasta hace no mucho.

En un texto más académico, Rogers avanza una definición mejor perfilada:

[La empatía consiste en] Percibir el marco de referencia del otro con exactitud, incluyendo los componentes emocionales y los significados que lo conforman, como si uno fuera esa persona pero sin perder jamás la condición del “como si”. Así, significa sentir el dolor o el placer del otro en el modo en que éste lo siente y percibir sus causas como él las percibe pero sin perder de vista el hecho de que es “como si” uno sintiera ese placer o ese dolor.

Esta definición será citada una y otra vez a lo largo de la historia de la terapia; así, Kohut, quien convertirá la empatía en parte central del psicoanálisis contemporáneo, la describirá como “la capacidad de pensarse y sentirse dentro de la vida interna de otra persona”; Greenson dirá que “empatizar es compartir, experimentar los sentimientos de otra persona”, etc.

Las consecuencias del malentendido: si siento lo mismo que el otro no le puedo ayudar
Este malentendido se infiltrará eventualmente en todas las escuelas de terapia, incluso la familiar. Valeria Ugazio, en el que es por otra parte un libro estupendo, Historias permitidas, historias prohibidas, afirma que “[la empatía] exige que el terapeuta se coloque en el punto de vista de cada uno de los individuos implicados en el proceso terapéutico, que piense y sienta como cada uno de los miembros de la familia… Un terapeuta que no sea de alguna manera empático no entra en relación con el individuo o con la familia”. Mas, con característica penetración, Ugazio desnuda la lógica y paradójica consecuencia que Rogers había dejado entrever: “Un terapeuta que alcanzara el máximo de empatía sería el paciente: los dos puntos de vista se fusionarían completamente”. De ahí que Rogers pusiera el acento en el “como si”: un terapeuta “demasiado” empático pierde la perspectiva necesaria para ayudar a sus pacientes.

Así, la definición rogeriana de empatía conduce a un complicado dilema: o bien soy empático, en cuyo caso pierdo de vista las fronteras entre mi paciente y yo, o bien no lo soy, en cuyo caso no puedo ayudarlo. A lo que añado una dificultad práctica en su enseñanza: no basta con sugerir a los estudiantes que den “respuestas empáticas” del tipo “me imagino que debe ser doloroso”; todo docente sabe que pueden darse sin un ápice de genuino interés. Pero cuando aquellos nos preguntan, con todo derecho, “entonces ¿qué más debo hacer?”, la definición rogeriana se queda corta y nos vemos reducidos a un tautológico “sentir la empatía” que en lugar de iluminarlos, los confunde.

Empatía “positiva” y “negativa”: precisando a Rogers
De las varias definiciones rogerianas se desprenden tres elementos comunes: el “poner entre paréntesis” los juicios de valor, el “sentir como si” se fuese el otro y el carácter activo. Los dos primeros son explícitos, el tercero más bien se insinúa –pero es la clave del misterio. Para desentrañarlo hay que analizarlos más detalladamente.

El primer escollo para una comprensión potente y transmisible de la empatía es que su elemento inicial es puramente negativo: la ausencia de juicios de valor por parte del terapeuta. Cierto, cualquier juicio –desde “esto es absurdo” hasta “¡qué tipo más insoportable!”– anula de entrada la posibilidad de ser empático; pero no basta con la ausencia de juicios para alcanzar la empatía; y quien así lo cree se queda corto. Es más: la verdadera ausencia de juicios de valor impide la terapia: ante la violencia, por ejemplo, es imprescindible apoyarse en ellos para evidenciarla, nombrarla e impedirla, responsabilizando sin culpabilizar. En general, una definición negativa es sólo el primer paso: a menudo, para comprender un fenómeno, hay que empezar excluyendo lo que no es. (De ahí que Rogers, pionero en el concepto, comenzara por aquí).

El segundo escollo es el “como si”, difícil de operacionalizar y precisar. ¿Cuándo entra el terapeuta en el terreno del “como si” adecuado y cuándo se pasa de él? ¿Es un asunto de imaginación o involucra los sentimientos? ¿Se parece a lo que pasa cuando “nos metemos” en una película o una novela? Pero entonces ¿por qué es tan difícil de lograr y de enseñar? En último análisis, este “como si” es autocontradictorio (si se logra se pierde la perspectiva) e imposible (jamás puedo estar realmente en la piel del otro, sólo imaginármelo). Este “como si” rogeriano ha dado pie a una discusión entre fascinante y bizantina: ¿es la empatía una función cognitiva (imaginarse lo que se sentiría en la situación del otro), emocional (sentir lo mismo que el otro) o las dos cosas? Es claro que uno puede colocarse intelectualmente en los zapatos de alguien más sin sentirse conmovido o afectado; también que uno puede conmoverse o compartir una emoción sin tener que imaginarse la experiencia del otro. Y por último, que reflejar al paciente exactamente lo que siente o piensa no es demasiado útil: hay que ir más allá, aunque sea sólo un poco, favoreciendo la exploración de las fronteras de la experiencia (cosa que Rogers llegó a entrever a lo largo de su obra pero que sólo se explicitaría, de maneras diferentes, con Eugene Gendlin y Laura Rice).

El tercer elemento, el menos mencionado por Rogers, es sin embargo el más importante: la empatía es una actividad, no algo que “nos pasa”. Debemos ponerla y mantenerla en marcha, no simplemente “dejarla venir”. Y dicha actividad no consiste en la “escucha activa”, el continuo manifestar lo que uno ha comprendido para asegurarse de que coincide con lo que el otro ha querido decir; ni siquiera en el “reflejo de sentimientos” –el responder al discurso del otro señalando lo que uno supone o “empatiza” que éste está sintiendo. Éstos son, a lo sumo, sus expresiones externas, que pueden realizarse mecánicamente sin empatía alguna. Ser empático es esforzarse en rastrear la experiencia del otro, momento a momento, a través de los cambios en la propia experiencia; es prestar atención interesada, gentil y activamente a las oscilaciones en la propia experiencia y, por extensión, en la del otro. Es una competencia, una disciplina, primariamente atencional.

Kelly, el vanguardista
Como en tantas cosas, creo que George Kelly dio en el clavo avant la lettre. En vez del término “empatía” habló de “aproximación crédula”, el dejar de lado momentáneamente la propia perspectiva para sumergirse en la del otro hasta comprender lo que ha elegido, sabiendo de antemano que todas las personas escogemos la mejor de nuestras posibilidades (una visión reconocedora, no de déficit) y que el desafío consiste en aprehender cuál era la alternativa que la persona contemplaba en ese momento (y que a menudo no resulta claro ni siquiera para ella). Pero afirmó al mismo tiempo que el terapeuta “subsume” la comprensión resultante en su propia perspectiva profesional y que es desde ésta que opera para favorecer el cambio. Nunca puede “fundirse” con el otro; no hay un “salir de uno mismo” o un frágil y difuso “como si”: hay un esfuerzo activo de aprehender al otro dentro de uno mismo.

Sin duda, cabe poner entre paréntesis los juicios de valor en la medida en que obstaculicen dicha aprehensión. Pero Kelly era muy consciente de que, así como los clientes sólo pueden ver lo que su sistema de constructos les permite (por más que el terapeuta se esmere en sacarlos de él), éste sólo puede actuar desde su propio sistema profesional de constructos –por mucho que se esmere en entender los demás.

Esto es lo que los constructivistas redescubrirían en los años 80: que la empatía no consiste en “ponerse en la piel del otro” o “ver las cosas desde su punto de vista” sino en conectarse con su experiencia emocional momento a momento a través de la propia experiencia emocional y en responder no sólo desde la teoría o la técnica sino sobre todo desde dicha experiencia emocional del terapeuta, reflejo de la del paciente. (No hay que olvidar a ese otro gran vanguardista, Harry Stack-Sullivan, y su “teorema de emoción recíproca”: a cada emoción del paciente corresponde una emoción recíproca del terapeuta que éste debe emplear en su trabajo para posicionarse ante aquel).

Neuronas espejo: qué es realmente la empatía
A día de hoy, estas definiciones negativas, parciales y difusas de la empatía son insuficientes. Felizmente, hay alternativa. Sabemos ya que existe una estructura neural específicamente “diseñada” para “sintonizarnos” con las emociones de los demás: las neuronas espejo. Y que, por ende, ser empático no consiste tanto en ponerse en el lugar del otro cuanto en prestar atención constante, interesada y amable a las respuestas que van surgiendo en uno mismo a la presencia del otro –a la información cognitiva y experiencial que nace de las neuronas espejo. Para ser empático con el otro debo actuar primero sobre mí mismo.

Ser empático es en esencia conectarse con el otro que hay en mí, o lo que es lo mismo, descubrir ese “yo” que hay en el otro. Es sintonizarse con lo que nos hace humanos, tanto a él como a mí, en ese momento que compartimos. Concomitantemente, cuando trabajamos no escuchamos directamente al otro: nos escuchamos a nosotros mismos escuchando al otro. No nos conectamos con el otro sino con nuestra propia respuesta emocional ante su presencia. Es sólo a través de ella que podemos intervenir.

Así, a diferencia de lo que pensaran Ugazio y Rogers, cuando fracasamos no es por no comprender al otro ni imponer nuestros significados: ambas son consecuencias de no atenderse a uno mismo, de dejar desbocarse a nuestras propias respuestas emocionales. En la medida en que paso de estar frustrado con mi paciente por insistir en hablarme de su síntoma a descubrir que me estoy sintiendo frustrado mientras lo hace puedo convertir mi frustración en asidero para comprender la compleja y multifacética experiencia del otro en vez de alejarme de ella o cuestionarla. Dejar de lado los juicios de valor se logra solamente atendiendo a la propia experiencia momento a momento como un observador interesado y amable, acogiendo lo que aparece sin rechazarlo ni abalanzarme hacia ello. (Una destreza semejante al mindfulness –y aún más semejante al pararse y ver).

Espero que esta comprensión de la empatía, más contemporánea y propugnada por autores como Safran y Greenberg, se popularice pronto. Permite una definición mucho más certera y operacionalizable y se presta a ser enseñada y aprendida con más facilidad: hay que orientar la atención del estudiante de psicoterapia hacia sí mismo, que es exactamente lo que se le pide al paciente.

Porque nadie puede guiar a otro a un lugar que no conoce.

Disponible en: http://psicologiaenpositivo.com/?p=2145

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