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VIOLENCIA EN LAS RELACIONES ÍNTIMAS Y TRAUMA

José Navarro Góngora. Facultad de Psicología de Salamanca

Violencia en las Relaciones Íntimas y Trauma

Este artículo revisa lo que es vivir en una experiencia de violencia crónica (control coercitivo), identificando qué factores relacionados con las agresiones físicas, emocionales y sexuales se asocian al trauma. Se concluye que el dolor de la víctima, su terror, la sumisión, la falta de confianza en lo que siente, piensa y hace, junto con la sensación de que la materia de la está hecha su persona ha sido degradada, son las variables que con mayor probabilidad se asocian al desarrollo del trauma. La víctima termina por funcionar en modo de supervivencia, y ello a pesar de sentirse aterrorizada, confusa e insignificante.

La violencia física en el control coercitivo

De los tipos de violencia de los que hablan Johnson y Ferraro (2008), el que denominan “control coercitivo” es el que mayor potencial traumático conlleva. Une la violencia física, normalmente de una intensidad baja o media, a una implacable violencia emocional o psicológica que deterioran profundamente la salud mental.

El control coercitivo es una pauta de violencia crónica que básicamente implica el infligir daño sin atender a las señales del sufrimiento insoportable de la víctima. Esa conducta de daño y sufrimiento tiene un objetivo: arruinar la imagen de competencia de la víctima y evitar que pueda abandonar al agresor. Las ideas de sufrimiento y control sintetizan bien su finalidad, siempre y cuando se entienda que el control sin sufrimiento difícilmente puede asumirse como violencia, aunque sí aparezca como tal a un observador.

La estrategia mediante la que se ejerce el control coercitivo persigue varios objetivos. En el caso de la violencia física es obligar a hacer algo o a dejar de hacer algo; es sometimiento mediante el miedo y el sufrimiento. Lleva, igualmente, un poderoso mensaje psicológico de desprecio, porque al fin y al cabo sólo se pega a quien no se valora.

Las agresiones se vinculan a discrepancias sobre ciertos temas e indicios de que la discusión se vuelve amenazante. Instaurada la pauta de violencia la víctima da la respuesta de sometimiento, miedo y humillación no sólo ante los golpes sino ante aquello que se relaciona con los golpes: temas e indicios más o menos cercanos a los de la discusión. Si la víctima relaciona la violencia con los fines de semana cuando bebe, por ejemplo, se sentirá igualmente mal ante otras fiestas, bodas, bautizos, etc. en los que pueda intuir que volverá a beber, generando una pauta de (hiper)alerta hacia todo aquello que pueda llevar a las agresiones como una manera de evitarlas. El temor se multiplica en la medida en la que aumentan las situaciones e indicios a evitar, y la certidumbre de que, no obstante, la agresión sobrevendrá en algún momento.

El estado de hiperalerta se convierte en terror, rabia y humillación sin solución cuando la violencia es letal o aleatoria. A veces todo lo que hace es aumentar el miedo o la impotencia, una puede llevar a la huida (y en menor medida a la agresión), la otra a la rendición, a la indefensión aprendida (y a la depresión). Esta respuesta de paralización adopta dos modalidades, en la primera la víctima está en estado de shock, bloqueada física, emocional e intelectualmente. En la segunda, la víctima está fisicamente paralizada pero activada emocional e intelectualmente “por dentro”.

Terror, humillación, hiperalerta y evitación constituyen el fondo de la experiencia cotidiana de las víctimas de la violencia física, en la que los intervalos entre agresiones terminan por vivirse como momentos de alivio. En realidad en la trayectoria de la violencia que hemos denominado “control coercitivo”, no hay momentos de normalidad, de una situación crítica (una agresión severa, por ejemplo), se pasa a un intermedio de alto estrés dominado por la anticipación, la alerta y por lo implacable, y por momentos intrincado, de las agresiones psicológicas o emocionales.

La idea de control haciendo sufrir preside la violencia física y se alimenta de su propia impotencia en la medida en que resulta finalmente difícil controlar el mundo interno de una persona, sus pensamientos y sentimientos. Si la violencia busca borrar aquello que diferencia a la víctima del agresor, el resultado es, por un lado, el sometimiento de alguien que queda en un grado mayor o menor de terror y que, finalmente, dejó de ser la persona que el agresor conoció, y, por el otro, la creación de una relación en la que resulta inevitable la sospecha de deterioro y el riesgo de abandono. Ambos efectos son tratados de corregir con más violencia.

Lo traumático de la violencia física tiene que ver con que se pone en riesgo la vida de la víctima, con su cronicidad, con el estado de terror e hiperalerta ante la proximidad de la agresión o ante sus indicios, con la humillación del sometimiento, con la rabia de ser tratada de forma tan injusta y tener que renunciar a proyectos personales (sus sueños). El hecho de que el perpetrador sea además una figura de apego, a quien se supone un rol de cuidado, vuelve la situación más traumática aún.

La violencia emocional y psicológica y el trauma

Posiblemente ha sido mérito de Stark (2007) demostrar, de una forma tan elocuente como sugestiva, que la violencia que venimos denominando “control coercitivo” define de forma más acabada lo que es la violencia de género que en su opinión es emocional o psicológica más violencia física baja o moderada. Las agresiones psicológicas se dan en más del 99% de los casos de violencia física y el 72% de sus víctimas la consideran peor que agresiones físicas (Follingstad et al., 1997; Holtzworth-Munroe et al., 1997).

Son varias las razones que justificación su efecto tan tóxico como letal. En primer lugar, se trata de un patrón que se prolonga en el tiempo, y que a diferencia de la violencia física, es constante. En segundo lugar sus víctimas la perciben como un indicio de las agresiones físicas, lo que “sirve” para disparar la respuesta de miedo y sumisión. En tercer lugar, limita el acceso a recursos, sean estos económicos o personas que puedan ayudarlas. Esta limitación impide el desarrollo personal mediante el control de actividades (por ejemplo, trabajar), aunque conseguido el control no hay ninguna garantía de que cese la violencia. En cuarto lugar, las agresiones emocionales buscan deteriorar la imagen de competencia intelectual y emocional de las víctimas, las críticas del agresor no se dirigen a conductas concretas (no sabe cocinar, no cuida a los hijos, gasta mucho dinero, etc.) sino a la persona, lo que tiene como objetivo final el que no confíen en lo que piensan, sienten o hacen, ni en su capacidad de amar y ser amadas. En quinto lugar, el agresor puede ejercer su presunta superioridad intelectual o emocional de una forma tal que haga sentir a la víctima humillada y degradada (por ejemplo, cuando la ignora emocionalmente) (Navarro Góngora, 2015).

Pence y Paymar (1993) han sintetizado en su célebre Rueda del Poder y del Control las formas más comunes de agresiones psicológicas y emocionales, hablan de intimidación (asustar con miradas, romper cosas); maltrato emociona (denigrarla, hacerla sentir mal consigo misma); aislamiento social (impedirla ver a su familia y amistades); minimizar, culpabilizar o negar el maltrato; utilizar a los hijos (amenazar con raptarlos, desacreditar a la madre); utilizar los privilegios de ser hombres (tratarla como a una criada, monopolizar las decisiones); control económico (impedirla trabajar, controlar todo el dinero); y coacción y amenazas (con matarla, con suicidarse, con denunciarla a los servicios sociales). Por lo general, los agresores emplean varias de estas fórmulas al mismo tiempo, aunque la investigación ha puesto de manifiesto que la agresión más frecuente es gritar (89,6%), probablemente porque sea el indicador más claro de la inminencia de una agresión física y la forma más “económica” de infundir miedo y someter (coacción y amenazas). Las dos siguientes son “romper promesas” (88%) y “mentir” (86,9%), las siete posteriores se relacionan con ataques a su imagen y a su auto-estima (Anderson et al., 2003). Es como si el primer objetivo fuera el sometimiento por el miedo, después constatar la falta de compromiso (puede hacer lo que venga en gana al margen del sufrimiento de ella), y finalmente minarla en lo que constituye las dos formas básicas de funcionamiento de los seres humanos: la competencia emocional e intelectual (Navarro Góngora, 2015). Las emociones son la forma automática de dirigir nuestras conductas, nos acercamos a lo que nos gusta y nos alejamos de lo que repudiamos; sobre lo intelectual montamos nuestra capacidad de analizar y juzgar. Cuando no podemos confiar en ninguna de las dos no podemos orientarnos en el mundo.

Las agresiones emocionales pueden presentarse de forma burda o sutil (Marshal, 2001). En la forma burda el victimario repite una y otra vez, en una especie de lavado de cerebro, frases o palabras que ambos saben son ofensivas para la víctima, un observador podría igualmente coincidir en aquello es una agresión. La violencia sutil resulta más complicada, tiene que ver con juegos mentales en los que lo que aparece en realidad tiene otro significado que sólo quien juega conoce. La víctima puede no enterarse del juego, de la forma en que se la manipula, sólo de su efecto: se siente confundida y mal sin saber por qué (lo que puede culpabilizarla). Obviamente cuanto más consciente sea el juego del abusador más perverso resulta.

Para comprender qué significa vivir en una experiencia de violencia crónica y su potencial de causar trauma, súmense los efectos. La violencia física sirve para obligar a alguien a hacer algo o dejar de hacer algo, sirve para controlar; somete mediante el terror. Si es frecuente y seria, el terror se mantiene entre agresión y agresión. La víctima está desregulada, con una alta emocionalidad y con un funcionamiento intelectual comprometido. Siente lo que sucede también como una humillación. El objetivo de las agresiones emocionales es que la víctima pierda su confianza en lo que siente, piensa y hace; no estar segura la hace más vulnerable a la manipulación del agresor. En ambos tipos de violencia lo que se busca es hacer sufrir, lo que siempre se presenta como justificado por lo que la víctima hace o deja de hacer. Cuando la violencia es muy seria, como sucede en el control coercitivo, la conciencia de la víctima se restringe a la pura supervivencia. Su problema es cómo sobrevivir a pesar de sentirse aterrada, insignificante y confusa (Navarro Góngora, 2015).

Abuso sexual y Trauma

Se estima que en torno al 40% de las mujeres víctimas del control coercitivo sufren violaciones por parte de sus parejas. La violencia sexual no es sexo, no tiene que ver con un deseo irrefrenable, tiene que ver con hacer sufrir utilizando el sexo. Así como las agresiones emocionales alcanzan el núcleo de funcionamiento psicológico (la confianza en su juicio emocional e intelectual), las sexuales alcanzan la intimidad física de las víctimas. En las agresiones emocionales es posible una reparación, difícil cuando es seria, pero finalmente posible cuando se tiene la fortuna de disponer de alguien que se encargue de señalar los hechos que demuestren la competencia de la agredida. El daño de la invasión de la intimidad sexual resulta más complicado de reparar, porque deja el interior del cuerpo degradado, con una sensación de suciedad interna que el agua no es capaz de limpiar. De alguna forma esa degradación se extiende a todo el cuerpo, al self, con la sensación de que todo el yo se ha corrompido de forma irremediable, o al menos está contaminado.

En realidad tanto en la violencia física como en la sexual, el cuerpo le pertenece al agresor, es el lugar del dolor y porta, y muestra, la historia de agresiones. Pero en la violencia sexual lo que se añade es su capacidad de hacer sentir a la víctima que toda ella (su self) está definitivamente degradado. Mucho de la recuperación del trauma de la violencia tiene que ver con volver a adueñarse del propio cuerpo, y volver a sentir que su intimidad ha dejado de estar sucia. Mucho depende de lo serio que haya sido la violación, de sus mensajes implícitos, violaciones extremadamente crueles pueden dejar secuelas permanentes (traumas).


Violencia y Trauma

En el campo del trauma Terr (1991) es de las que mejor ha interpretado las diferencias entre el impacto de un evento traumático único, del impacto de eventos repetidos. El control coercitivo como violencia crónica encaja en la definición de traumas (interpersonales) repetidos, el cuadro 1 recoge sus efectos.

Tipo I. Un solo acontecimiento crítico.

Tipo II. Exposición larga a un estresor, o una cadena larga de crisis. La primera genera sorpresa, las siguientes, anticipación. Efectos:

  • Medidas masivas de protección del self: negación, represión, disociación, auto-anestesia y auto-hipnosis, identificación con el agresor, auto-agresión. Cambios profundos de carácter (especialmente en menores de cinco años).
  • Ausencia de sentimientos, rabia y tristeza. Diagnosticados como trastornos de conducta, déficit de atención, depresión y trastornos disociativos.
  • Frecuentemente se relaciona con experiencias tempranas en la niñez de abuso, negligencia por parte de las figuras de apego (apego traumático).

Tipo I y II combinados: Un solo acontecimiento + una condición alta de estrés posterior. Síntomas mixtos: depresión y un perpetuo lamentarse; desfiguramiento, discapacidad y dolor.


Cuadro 1. Tipos de eventos críticos y su impacto psicológico (Terr, 1991).

La investigación en neurociencias ha puesto de manifiesto lo que pasa cuando alguien está sometido a una alta y continua activación neurofisiológica, como es el caso de quienes están en una violencia severa crónica (control coercitivo). En términos sencillos, tiene que ver con una activación constante del sistema simpático (que da la respuesta emocional) y la consiguiente desconexión del para-simpático (que regula el funcionamiento superior del córtex), funcionan de forma antagónica, cuando uno funciona el otro se desconecta automáticamente. El resultado es una respuesta emocional alta sin poder auto-regularse y un funcionamiento intelectual muy comprometido porque el para-simpático esta desconectado. La víctima no entiende lo que lee, las películas, lo que se le dice, tiene olvidos; tiene dificultades en cualquier funcionamiento que implique una discriminación fina. Naturalmente la persona afectada tiene la conciencia de este comportamiento torpe, y cuando la situación se prolonga le sucede lo que a cualquier persona afectada de una condición crónica: sus dificultades pasan de verse como algo provocado por la condición a ser consideradas como parte de su identidad, de modo que el que no pueda pensar con claridad no es algo debido al miedo que está pasando, sino a que es torpe. Por desgracia este mensaje es también reiterado ad nauseam por su pareja como parte de la violencia emocional o psicológica, de modo que tiene una experiencia interna y otra externa de lo que presuntamente es.

El cuadro 1 habla de que las cosas, en realidad, pueden ser aún peor. Todo depende del nivel de violencia que ejerza el agresor. Cuando es particularmente seria el estrés puede llegar a ser tan alto que bloquea el mecanismo de alternancia simpático / parasimpático y la víctima se mantiene en un nivel de activación y ansiedad muy alto siendo incapaz de tranquilizarse (auto-regularse), en esas condiciones le resulta muy difícil fijar la atención y tener un curso de pensamiento organizado; la terapia, que requiere de estas dos habilidades, se hace poco menos que imposible.

Un estrés muy alto provoca la activación excesiva de la amígdala (que evalúa el nivel de peligro de los estímulos entrantes, si lo juzga letal da la respuesta de emergencia: ataque, fuga o parálisis) bloquea el funcionamiento del hipocampo cuya función es estructurar en términos de quién, dónde y cuándo los estímulos entrantes, y de ahí pasa al córtex orbitofrontal. El bloqueo del hipocampo y del córtex orbitofrontal significa que la víctima queda instalada en una respuesta de terror que al no poder estructurarse se vive como inexpresable, interminable, letal y sin posibilidad de solución. La sobreactivación de la amígdala y el bloqueo del hipocampo producen, en lo que al trauma se refiere, otros tres efectos serios, en primer lugar queda afectado el mecanismo de fijación de los engramas de memoria, quedando disociados partes de los recuerdos de los acontecimientos traumáticos. En segundo lugar cuanto mayor es el estrés mayor es el nivel de disociación, siendo el grado de disociación el que predice la patología mental. Aquello que se disoció pasa a la memoria implícita y aparece en el sujeto como respuestas físicas (dolores, tics, etc.) sin relación con enfermedad alguna, y/o como estados emocionales (lloros, angustia, etc.) que no se ligan a las circunstancias que está viviendo la persona. Disociación no significa que los problemas hayan desaparecido porque no se tengan recuerdos de ellos, sólo significa que se expresan de otra forma desde estados emocionales o respuestas físicas aparentemente sin sentido e involuntarias, a trastornos disociativos en los que la parte disociada, en ocasiones, se adueña de la personalidad (personalidad múltiple). En tercer lugar, un estrés crónicamente alto, como el de las historias de violencia, puede llegar a producir un daño cerebral, reducción del tamaño del hipotálamo, por la presencia continua en el cerebro de la hormona relacionada con el estrés, el cortisol, que finalmente es neuro-tóxica. Aquellas víctimas que padecen toda esta suerte de alteraciones suelen recibir diagnósticos del tipo de estrés post-traumático complejo, trastornos disociativos, de personalidad, obsesivo-compulsivo, maniaco-depresivos, personalidad bordeline, depresión mayor, trastorno generalizado de ansiedad, ideas suicidas, etc., pero junto con ellos pueden darse otros como adicciones, trastornos de la alimentación, y una larga secuela de problemas físicos provocados por la activación crónica del simpático como dolores musculares, hipertensión, trastornos gastrointestinales, y otro largo etcétera relacionado con un funcionamiento deprimido del sistema inmunológico.

Existe una asociación significativa entre ser víctima de violencia en una relación íntima y haber sufrido abuso físico y sexual en la niñez (Afifi et al., 2009). Se estima que al menos el 29% de las agredidas han sufrido ese tipo de abuso. Cuando este es el caso, además de tener el doble de posibilidades que las mujeres de la población general de ser objeto de violencia en la adultez (Tjaden y Thoennes,2000), su desarrollo cerebral tiene el tipo de problemas que hemos mencionado en el párrafo anterior: la violencia que padecieron les hace tener una alta activación de la amígdala, junto con una falta de desarrollo de aquellas estructuras que maduran gracias a una interacción positiva con los cuidadores: el hipocampo y el córtex orbitofrontal, que son, además, las estructuras que controlan el disparo de la amígdala (de la respuesta emocional); su experiencia une una emocionalidad disparada con la imposibilidad de controlarla porque el sistema de “freno” (hipocampo y córtex orbitofrontal) funciona inadecuadamente.

Ese grupo de víctimas que sufrieron maltrato en su niñez, desarrollaron además un apego inseguro tanto más disfuncional cuanto más caótica fuera la conducta de sus cuidadores. El apego inseguro inscribe en el funcionamiento básico de las personas la imposibilidad de prescindir de la figura de apego y, al mismo tiempo, una relación de desconfianza hacia ella. Quienes crecen con un sistema límbico crónicamente activado (alta emocionalidad), un sistema de regulación (hipocampo y córtex orbitofrontal) afectado y un apego inseguro, y, además, en la adultez sufren una relación íntima (de apego) de abuso, llegan con un grado de vulnerabilidad mayor que hace que la experiencia de maltrato les sea potencialmente más perjudicial. Son quienes desarrollan patologías más graves caracterizadas por mayores grados de disociación y ansiedad que arruinan sus posibilidades de vivir una vida normal. Gravemente incapacitadas por la experiencia emocional que están viviendo y por un funcionamiento intelectual muy comprometido, entran en un círculo vicioso en el que el apego juega su papel: cuando son abusadas la respuesta de apego les reconduce hacia quien es su figura emocional de referencia, el agresor; mucho de la posibilidad de salir de una relación violenta tiene que ver con resolver esta paradoja del apego.

Conclusiones y discusión

El tipo de violencia que mayores posibilidades tiene de convertirse en traumático es el denominado “control coercitivo”, en el que se combina una violencia física normalmente de baja o de moderada intensidad (la de alta intensidad se da en torno al 5% de los casos), agresiones emocionales o psicológicas y sexuales. El efecto (querido o no por el agresor) es de hacer sufrir y el control de las víctimas.

Asumimos que en términos de trauma, el tipo de violencia física más peligrosa por su toxicidad emocional es aquella que sume a la víctima en la humillación, el terror y la sumisión, con un funcionamiento intelectual comprometido por la activación permanente de la amígdala (simpático), lo que les hace difícil la planificación de cómo salir de la violencia. Entra en modo de supervivencia. El trauma se liga igualmente a la violencia aleatoria (llega a casa y sin mediar palabra la emprende a golpes), a su frecuencia y dureza.

El objetivo de la violencia psicológica o emocional es que la víctima dude de su criterio de realidad, de lo que siente, piensa y hace. Lo más traumático aquí tiene que ver con conseguir anular su sentido de la competencia emocional (su capacidad de ser amada y de amar) e intelectual (lo que resulta más fácil si la violencia física ha hecho ya su efecto), para ello suele utilizarse una “dieta” en la se combina el desprecio, la negligencia (ignorar sus necesidades y a ella por entero), el terror (los gritos), los juegos mentales (que la confunden y en los que se ignora qué está pasando) y la humillación. Dudar del criterio propio la hace más susceptible a la influencia, al control, del agresor.

Posiblemente la violencia sexual es, sin más, traumática por su capacidad de hacer sentir a la víctima que el material de que está constituida está sucio, corrompido.

Dolor, terror, sumisión, humillación, sensación de incompetencia emocional e intelectual y de que está construida de un material contaminado y corrompido, constituyen, probablemente, el tipo de experiencia básica en la que se encuentran las víctimas de violencia, el que, además, todo este dolor sea producido por su pareja, y que su propio apego sea inseguro son factores de vulnerabilidad añadidos que hace más fácil que el resultado sea una experiencia traumática.

jgongora@usal.es

 

 

Referencias bibliográficas.

Afifi, T. O., MacMillan, H., Cox, B. J., Asmundson, G. J., Stein, M. B. y Sareen, J. (2009). Mental Health correlates of Intimate Partner Violence in marital relationships in a national representative sample of males and females. J. of Interpersonal Violence, 24(2), 1398-1417.

Anderson, M.A., Gillig, P.M., Sitaker, M, McClosky, K, Malloy, K. y Grigsby, N. (2003). Why doesn’t she just leave? A descriptive study of victim reported impediments to her safety. J. of Family Violence, 18(3), 151-155.

Follingstad, D. R. et al., (1990). The role of emotional abuse in physically abusive relationships. J. of Family Violence, 3, 107-120.

Holtzworth-Munroe, A., Bates, L., Smtzler, N. y Sandin, E. (1997). A brief review of the research on husbands violence. Part I: Marital violent versus non-violent men. Part II: The Psychological effects of husband violence on battered women and their children. Part III: Sociodemographic factors, relationship factors and differing consequences of husband and wife violence. Aggression and Violent Behavior, 2(1, 2 y 3), 65-69; 179-213 y 285-307.

Johnson, M. P. y Ferraro, K. J. (2008). A typology of Domestic Violence. Boston: Northwestern University Press.

Marshal, L. L. (2001). Effects of men’s subtle and overt psychological abuse on low-income women, en K. Daniel O’Leary y Roland D. Maiuro (2001) Psychological abuse in violent domestic relations. New York: Springer Pub.

Navarro Góngora, J. (2015). Violencia en las Relaciones Íntimas. Una perspectiva clínica. Barcelna: Ed. Herder.

Pence, E. y Paymar, M. (1993). Education groups for men who batter. The Duluth Model. Nueva York: Springer Pub. Company.

Stark, E. (2007). Coercitive control. The entrapment of women in personal life. Nueva York: Oxford University Press.

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Tjaden, P. y Thoennes, N. (2000). Full report of the prevalence, incidence and consequences of violence against women. US Department of Justice.