Y La Imaginación
Autor: Horacio Serebrinsky
“Y la Imaginación” cuenta un cuento extraído del libro “Todos Fracasos” y que el mismo autor, Horacio Serebrinsky, ha cedido para el Boletín RELATES.
Eran tiempos difíciles. Yo recién me recibía de psicólogo, no tenía trabajo y estaba fundido. Estaba fundido en serio: hasta ese momento había trabajado en una financiera que se había caído como tantas otras. Quedé muy mal parado, con deudas y sin poder enfrentar los gastos de la casa. Debía más de lo que tenía.
Lety, mi mujer, trabajaba y con su sueldo pagábamos la hipoteca. Mi consigna era trabajar y cuando terminara de hacerlo, seguir trabajando. El tema era a dónde.
En esos primeros años de profesión, era muy difícil conseguir pacientes. Marcelo, un amigo, me derivó algunos, me supervisó y hasta me prestó su consultorio. Atendía en tres lugares diferentes, corriendo de un lado para otro y tratando de que no se notara (no queda bien que el paciente lo vea a uno con la lengua afuera, con cara de no haber llegado todavía). Daba clases en la universidad e iba al CEFYP (Centro de Familia y Pareja) a continuar formándome. A parte de todo esto trataba de mantener algún cliente de la financiera para hacer la diferencia. No tenía tiempo para pensar qué pasaba con mi vida, sólo quería salir adelante.
En este contexto, el negro Alberto, otro gran amigo, me invitó a trabajar en el Borda. Otro loco más, me dije, no se iban a dar cuenta, así que acepté. Él coordinaba el equipo de terapia individual y estaba buscando que alguien se encargara de la parte de familia. Yo ya había terminado la escuela de Pichón Riviere, la primera escuela de psicología social, y eso me daba un poco de chapa para tomar el cargo. Y Alberto me avalaba. En lo que se refería a familia, eran todos asistentes sociales, porque los psicólogos no querían saber nada.
Así estaban las cosas. Así era mi vida.
Los días se me pasaban sin que me diera cuenta. Estaba perdido y perdiendo. Se me habían esfumado la tranquilidad, la sonrisa franca, la predisposición al humor, el deseo. Pero siempre puede pasar algo que nos descoloque y nos haga pensar, algo que nos saque del vértigo en el que estamos atrapados y nos ponga en perspectiva.
Esa mañana fue difícil, como tantas otras. El radio despertador sonó. El periodista que parloteaba podría haber anunciado el fin del mundo que yo no hubiese modificado para nada mi rutina. Había que despertar a las chicas, lo cual no era tarea fácil. Lucía y Gilda, mis hijas, se turnaban para protestar porque la leche estaba demasiado fría o demasiado caliente, mientras yo intentaba convencerlas de que se vistieran y miraba de reojo el reloj. Había que preparar la mochila y siempre faltaba algo. Y ese día el capricho eran las medias rosas, que estaban lavadas porque las usaban todos los días. La única manera que encontré de que se olvidaran de las medias fue cantarles. Una canción para cada una. Ahí la cosa remontó un poco. Cantando todo puede mejorar. Pero tampoco era para tirar manteca al techo.
Al bajar a la cochera, Carlitos, el encargado del edificio que tenía las llaves de todos los autos para poder moverlos cuando alguno quisiera salir, me avisó que el mío no arrancaba. Empujamos al viejo y querido Renault 12 durante dos cuadras, pero no hubo caso. Parado en medio de la calle, agitado, transpirado casi antes de empezar el día, puteé largo y tendido para mis adentros. Pero no podía detenerme a putear mucho, había que seguir.
Sin perder tiempo paré un taxi y subí con las chicas. El viaje fue en silencio, sin canciones, pero no sé quién las necesitaba más, si ellas o yo. Las dejé en el colegio y seguí para Constitución. La ciudad, como de costumbre, era un caos. Un paisaje acorde a mi estado de ánimo. Autos que iban y venían, colectivos lanzados en estampida, como elefantes furiosos. Gente de todo tipo, trajeados y cirujas, prostitutas del día con caras gastadas por la noche, punguistas y vendedores ambulantes, mujeres infartantes y ejecutivas taconeando las almas de los que las miraban pasar. Y yo en ese lío sin saber muy bien a dónde bajar, cómo seguir. Cómo continuar ese día y cómo sobrevivir a los demás, a la falta de pacientes y a las deudas.
Llegué al hospital y respiré aliviado. Era un hospital psiquiátrico, pero al menos era un lugar al que había llegado. Eso ordenaba un poco las cosas. Podía entrar por el interior del edificio principal o por los jardines. Ese día elegí entrar por el interior del edificio. Entré despacio, esquivando pacientes que me pedían de todo, y yo que quería pedirles algo a ellos, aunque no sabía qué. Pedían cigarrillos, yerba para el mate, alguien que los quiera. El olor a comida descompuesta, a camas sucias, se mezclaba con la lavandina de los pisos. Llegué al servicio y me encontré con Simón, un paciente esquizofrénico. Como era judío, a mí me reconocía porque podía decirle algunas palabras en hebreo. Estaba sentado con cinco o seis, tomando mate en una de las mesas del jardín. Estaban solos, no había enfermeros a la vista.
–Venga, tordo. Tómese un matecito con los muchachos –me dijo Simón.
Lo miré a él y después a sus compañeros. Ojos saltones y muy brillantes, ojos saltones y muy opacos, bocas entreabiertas y barba de varios días. Sus dedos eran la continuación de sus cigarrillos. Yo sabía que estaba prohibido tomar lo que fuera con los pacientes, pero en ese momento me olvidé de todo, del Sida, de la lepra.
–Dele que está bueno –insistió Simón. Sus compañeros me alentaban con gestos.
Me senté junto a él y recibí el mate. Ahí en el jardín la ciudad parecía estar muy lejos, y yo no estaba seguro de si eso era bueno o era malo. Me llevé la bombilla a la boca y tomé. Tuve que escupir enseguida.
–Pero esto está frío, horrible –protesté, como mis hijas frente a la leche.
Simón me miró imperturbable y me regaló una sonrisa de pocos dientes bajo la sombra de los árboles.
–¿Y la imaginación, doctor?
De alguna manera, a pesar del paso de los años, todavía estoy ahí, en el parque del Borda, intentando responder a esa pregunta que se ha convertido en uno de los motores de mi vida.
Horacio Serebrinsky
Director de la Escuela Sistémica Argentina
hserebrinsky@escuelasistemica.com.ar
preciosa historia…para que no se nos olvide que la imaginación es el arte para hacer otro mundo posible…
Gracias por tu comentario.