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Sobre la necesidad de aburrirse

Autor: Javier Ortega Allue

En una sociedad sin tiempos muertos, como la nuestra, sino desganados, combatir con denuedo el aburrimiento se ha convertido en una tarea titánica, que muchos padres emprenden desde que sus hijos son apenas bebés, sin sospechar siquiera lo infructuoso de ese trabajo ni la desmesura de su esfuerzo. Se trata de una suerte de horror vacui que nos lleva a tener todo nuestro tiempo ocupado en alguna labor, distraídos y activados. Me asombra el hecho de que muchos padres, cuando se despiden de sus hijos en la puerta de la escuela, les susurren al oído del niño un que te diviertas premonitorio del fracaso en que el esfuerzo del aprendizaje se irá convirtiendo. Enseñar deleitando no quiere decir que todo lo que se enseña, ni aún la forma de hacerlo, vaya a ser trabajo divertido o algo un poco por debajo de ese listón. Divertirse es la consigna general que se abate como maldición sobre los hombres, quienes tienden entonces a considerar los hábitos y la rutina casi como un castigo divino y no como los ladrillos con los que está construida la casa en que vivimos.

 La vida es siempre y por principios rutinaria, porque el hombre, ese ser que anhela el cambio, no puede, sin embargo, vivir sin estabilidad. La aventura para el aventurero es siempre rutinaria, como el marchar cada día a la oficina lo es para el empleado. La vida es una trama de rutinas en diferentes niveles y grados. Y aburrirse en la infancia, el principal incitador de la invención. La cultura, decía Freud, nace de la represión del goce inmediato. La diversión perpetua es una carga insostenible e inhumana, un destino aciago y enloquecedor. Necesita el niño aburrirse para ser creativo, para inventar. Pero si nos esforzamos en tenerlo siempre entretenido, acabaremos amputándole la posibilidad de la invención y emasculando la mucha o escasa creatividad que pudiera albergar en su corazón o entre sus manos. Le damos la maquinita para que juegue con ella y le quitamos el palo que podría ser una espada poderosa o una varita cargada de mágicos poderes. Los entrenamos para la idiocia en lugar de para la vida.

Hay niños tristes que se divierten mucho y muchachos alegres que parecen no hacerlo. Porque la alegría es un estado diferente del que proporciona la fugaz diversión, siempre necesitada de nuevos incitadores. No digo que divertirse sea malo, ni mucho menos; lo malo es forzarnos a estar en todo momento en ese simulacro de alegría que es la diversión. No todo en la vida es divertido ni todo lo divertido es vida. Queda un poso diferente en nuestra existencia cuando uno está alegre o cuando sólo se divierte.

 Los latinos ya advirtieron contra la tristitia postcoitum; acaso deberíamos estar igual de alerta ante la tristeza que deja tras de sí la diversión.

Pero la consigna se impone, pese a nuestras protestas, porque nos asusta conectar con otras emociones para las que no hemos sido entrenados. El niño que se aburre no será seguramente un adulto aburrido, pero todos hemos sufrido la experiencia de soportar a adultos muy aburridos que siempre están haciendo cosas, aunque carezcan de sentido y continuidad. Hay adultos a los que se conoce pronto y se entra y se sale de sus vidas con la sensación de haber visitado una oquedad; hay otras personas que son como laberintos o mares profundos, con la capacidad para sorprendernos a la vuelta de un recodo. Hay mucha verdad es aquella retranca que cuentan del torero El Gallo cuando, respondiendo a Ortega,  que le decía que era filósofo, le espetó: No se preocupe, maestro, tiene que haber gente pa tó.

Ahí estamos.

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